Era un hombre que había hecho de la violencia su medio de vida y que la utilizaba para lograr sus ambiciones. A la edad de setenta años, poseía un gran territorio que gobernaba gracias al control de tres castillos, dos de los cuales arrebató a sus auténticos dueños por la fuerza de las armas.
Al darse cuenta que se iba haciendo mayor, decidió repartir sus tierras entre sus tres hijos, reservándose el título y los derechos de patriarca del clan.
A cada hijo le dio un castillo, pero les pidió que permaneciesen juntos como un haz de flechas, porque una flecha se podía romper con facilidad pero un haz dificilmente sería quebrado.
El menor de los hijos se muestra contrario a la decisión de su padre, ya que piensa que traerá problemas y pueden causarle mucho daño. El padre, al ver esta postura, se siente traicionado por su hijo desagradecido y decide desheredarlo y desterrarlo.
Los dos hijos mayores se muestran, a partir de ese momento, como seres de una gran crueldad y no dudan en arrinconar, expulsar y combatir a su padre, que se da cuenta del error cometido. Estos hijos mayores lucharán entre ellos hasta morir por conseguir el poder.
Abandonado por todos, traicionado por aquellos en quienes más confiaba, viendo morir a cuantos le habían seguido y negándosele, como si de un castigo divino se tratase, el consuelo de la muerte, llega a la locura de forma irremediable. Vive vagando de un lado a otro hasta que es encontrado por su hijo pequeño que lo acoge para siempre.
(Adaptación basada en la película japonesa Ran, de Akira Kurosawa.)
Pensemos un poco y reflexionemos sobre lo que nos enseña esta historia.
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