-¿Sabes para quien he traído este magnífico racimo de uvas?
-Quizás para el abad o para algún padre del convento.
-No, para ti. Te lo regalo porque te has portado siempre conmigo como un amigo y me has ayudado siempre que te lo he pedido. Quiero que este racimo te de un poco de alegría.
La alegría sencilla que brotaba en el rostro del hermano portero se reflejaba también en el campesino.
El hermano portero colgó el racimo bien a la vista y lo estuvo contemplando toda la mañana. De repente pensó que se lo debería de regalar al abad. El abad se alegró pero se acordó del fraile anciano que estaba enfermo y pensó: "Le llevaré el racimo, así se aliviará un poco". El racimo de uvas pasó a otras manos. El fraile enfermo, cuando lo tuvo, pensó que el racimo sería una delicia para el hermano cocinero, que pasaba todo el día en la cocina haciendo la comida para todos, y se lo hizo llegar. Pero el hermano cocinero se lo regaló al hermano sacristán, por darle un poco de gusto también a él. Y este se lo llevó al hermano más joven del convento, que se lo pasó a otro, y este a otro, hasta que, de fraile en fraile, el racimo de uvas volvió al hermano portero para alegrarle la vida también a él.
Así se completó el corro de la felicidad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.